Un libro que se deja de leer porque sus capítulos son breves, muy adecuados para la falta de minutos o la ausencia de concentración. Pero que tienen, sobre todo, un halo de atemporalidad; la necesaria para retratar la circunstancia. Y que sin avisar nos conducen a la reflexión. El autor no sólo es atento a los detalles sino que carga multitud de referencias en su carcaj literario, y son fundamentales para las comparaciones, que aquí no sobran. Los capítulos son disímiles, funcionan como trayectos o como anotaciones independientes, algunos me han gustado mucho más que otros. El autor ha vivido en Roma, así que este es un escrito más cercano al de la crónica citadina, que a la del viajero que pasa una temporada más o menos fugaz en la ciudad.
Una mirada a cuestiones que importan, pero que pasarían desapercibidas en muchas recomendaciones superfluas: los pinos, las cafeterías o los colores de la ciudad. Por momentos este relato es ensayo. Uno de los sentidos de este tipo de literatura, además de la descripción, es el de guiarnos hacia territorios interiores. Hay tanto que ver en Roma que se nececesita, de vez en cuando, la visión del otro para afinar los sentidos. Porque ninguno de nosotros podrá captar todos los sonidos, los olores, los sabores y los temblores que Roma nos ofrece. Por eso un nuevo libro de viajes sobre la capital italiana siempre es un hallazgo. Además de la mirada a la Ciudad Eterna el autor también pasea por el barrio EUR o comenta sobre la invención de la carbonara. La conjugación de referencias históricas y culturales con el conocimiento del que camina todos los días por las calles romanas es muy interesante. Abajo dejo algunas citas para quien quiera asomarse.
«Si pudiera llevarme algo de Roma sin pasar por aduana sería un ladrillo viejo. Lo pondría en casa, como ejemplo de una tecnología que sabe plantar cara al tiempo. O lo escondería en el baúl donde mis hijos guardan sus juguetes, como una invitación a soñar con cosas grandes y perdurables. Es al ladrillo, no al mármol, al bronce o al jaspe, a lo que Roma debe su atributo, exagerado pero no del todo irrazonable, de eternidad.»
«Resulta que la carbonara no consta en recetarios italianos anteriores a la segunda guerra mundial. La primera aparición en un libro de cocina se produce en fecha tan tardía como 1954. La herética conjetura es que no fueron los mineros del carbón del Lacio —tesis convencional, de ahí sale el nombre—, sino los soldados americanos acuartelados en la campiña romana quienes, nostálgicos del beicon de su barbacoa, echaron a la sartén trozos de panceta con huevo para aderezar espaguetis.»
«Desde casi cualquier observatorio, los pinos forman un dosel de boinas que se recortan contra el cielo azul del mediodía o la faja anaranjada de la tarde. A veces es un pino solitario y taciturno: centinela al que nadie hace demasiado caso pero en cuya presencia se confía.»
«En virtud de este proceso, el líquido cae por la loza salpicado por una espuma de color avellana. Una entera rama de la lexicografía se ocupa del elenco de gustos y cantidades —espresso, macchiato, ristretto, cappuccino, corretto (con licor), con panna (con nata), etcétera—, que son la complicada ciencia del barista, que en Roma es otro tipo de sacerdote.»