Emprender un viaje es un desafío. Una de las primeras viajeras europeas, Egeria, que visitó Constantinopla y el Sinaí allá por el siglo IV, dirá en sus cartas, consciente del peligro de aquellos caminos: «despachamos a los soldados que nos habían brindado protección en nombre de la autoridad romana». Egeria prefería viajar líbremente siempre que podía, anque era consciente de los riesgos del viaje. Y estas líneas las escribe antes de atravesar Egipto.
La viajera suele encomendarse a Dios sobre su regreso. Eso la hace vivir en una valoración constante del presente. No le preocupa el futuro, y el pasado es un relato que usa como referencia de lo que vislumbra en cada circunstancia. Disfruta el viaje de manera tan intensa que pareciera que no existe más que el momento en el que se encuentra. «Yo, que soy un tanto curiosa» dice Egeria aclarando que pregunta mucho a las personas que la guían en cada paraje. El viaje de Egeria, recuperado parcialmente en 1884, mantiene un tono descriptivo, e incluye diálogos, y aunque pareciera ser un temprano relato medieval de peregrinación a Tierra Santa, desliza una espontaneidad casi contemporánea. Egeria no se olvida nunca de las destinatarias de sus escritos, sus queridas amigas, en la Galicia hispánica.
Entre aquellas enseñanzas implícitas del testimonio de Egeria nos queda esa curiosidad casi infinita, la conciencia de la salud para emprender un viaje tan grande, la capacidad para mostrar lo que le llamó la atención, y las lecturas previas, que permiten a la viajera apreciar aquellos lugares por donde pasa. Egeria es escueta en describir las penurias sufridas, no menciona ni da detalles de ello, casi tenemos que suponerlas. Se muestra siempre agradecida a aquellos que la acojen y le enseñan sus ciudades, sus poblados y los lugares de interés.
Viajar allá por el año 381 era arriesgado. Rezagos de estabilidad quedaban después de la llamada pax romana, pero el mundo conocido no era seguro y sus lindes eran más peligrosos todavía. Un proyecto de estas características rozaba la temeridad, aún a pesar de tener los recursos materiales o de contar con los contactos políticos y sociales que seguramente Egeria poseía. Era una aventura en toda regla. Una exposición constante a personas y países lejanos, utilizando medios de locomoción primitivos y posíblemente viajando en grupo. Esto hace que Egeria sea consciente de que su viaje no necesariamente es un periplo de ida y vuelta. Sus cartas son una forma de reflexión sobre aquello que ve. Y el valor del viaje es tal, que no le importa poner su vida en riesgo. ¿Cuál es la razón de ese arrojo? Hay una determinación misteriosa en el viaje de Egeria, que por momentos es difícil de catalogar.
Antes de emprender el trayecto hasta Éfeso desde Constantinopla, en la última parte del libro —porque el códice del siglo IX en el cual están copiadas sus cartas finaliza— hay una reflexión llena de sentido. No sabemos si llegó a Éfeso o si pudo volver a Hispania. Pero Egeria escribe como si tuviera alguna clave que le permitiera salvar cualquier obstáculo, incluso sus propios cambios de opinión:
«Ahora bien, si después de esto sigo con vida, si puedo llegar a conocer otros lugares, yo misma en persona, si Dios se digna otorgármelo, daré cumplida cuenta a vuestra caridad; y si otros planes se apoderan de mi ánimo, os lo haré conocer a través de misivas. Por vuestra parte, señoras mías, luz de mi vida, dignaos tenerme en vuestra memoria, tanto si continúo dentro de mi cuerpo como si por fin, lo hubiere abandonado.».