La literatura, desde siempre, ha dado voz al que no la tiene. Por ejemplo aquella visión de dos señores viendo pinturas en un museo barcelonés en El infinito viajar de Claudio Magris. El padre de unos setenta y cinco años y el hijo de unos cuarenta y con síndrome de Down. El padre le susurra al hijo los detalles de los cuadros y él asiente tan interesado como maravillado. «Dos personas que se bastan como se basta el amor» dice Magris, y así muchas otras voces resuenan en sus textos. La del lechero que tiene que levantarse al clarear el día y que gracias a ese trabajo puede ver a mucha gente por la tarde.
O las crónicas de Ryszard Kapuściński en donde retrata las maneras de una azafata «tenía las manos juntas, como para una plegaria, pero se trataba de un gesto hindú de bienvenida. En su frente, justo a la altura de las cejas, vi, pintado con un lápiz de labios, un punto rojo, intenso como el rubí.» (Ryszard Kapuściński, Viajes con Herodóto).
Enric González apunta bien los detalles mínimos en el plural del título de sus obras de corresponsal viajero (historias). En la descripición de George, un señor afroamericano de ascendencia jamaicana que «vivía en Brooklyn y se desplazaba diariamente al sur de Manhattan para "trabajar" en alguno de los bares donde plantaba la "oficina". En cierta forma, tenía algo de aristócrata. Y callejeaba como nadie.» (Enric González, Historias de Nueva York).
Como dice un amigo arquitecto, para pensar en las ciudades del futuro habríamos de escuchar a aquellos que las recorren y que no tienen poder de decisión. Porque muchas de ellas no han sido pensadas por las mujeres, los niños, los ancianos y la gente que usa muletas, bastones o sillas de ruedas. Habría que "visualizar lo subjetivo" dice mi amigo, y eso es algo que también podemos sugerir desde la tradición literaria.
The kid, Théophile-Alexandre Steinlen, 1899.
University of Illinois Library