La descripción —o descubrimiento— de un género literario trae consigo varias tareas posibles. Una de ellas es la configuración de un canon. Lejos los debates sobre el canon literario, y donde Harold Bloom tuvo un papel muy importante, quizás habría que pensar en los conjuntos canónicos del siglo XXI como sistemas que tienen intersecciones, tangentes y relaciones. Esto pasa cuando hablamos de literatura de viajes, porque al nombrarla además de distinguir entre el relato y la novela de viaje hay que notar su influencia mutua. Uno, que tiende a la descripción de los hechos y la otra, que tiende a la ficción. Pero que son también vasos comunicantes. Y luego la literatura de viajes abarca la crónica, el ensayo, la carta y por supuesto lo biográfico. Todo ello está vinculado a la idea no sólo del traslado sino del cambio exterior e interior que produce el viaje. Podemos viajar alrededor de nuestra habitación, como Xavier de Maistre o escribir un libro que condense lo viajero, lo filosófico y los mares del mundo, como Joseph Conrad en El espejo del mar. Allí Conrad parte de las experiencias en el ámbito variable del océano, el lugar donde todo se mueve, para recordar el refugio de la cubierta, los capitanes que tuvo y cómo esos viajes son inspiración para sutiles reflexiones, que sin darnos cuenta nos conducen hacia territorios interiores. La mención al Mediterráneo como laboratorio de navegación tiene resonancias simbólicas y prácticas. Y siempre la tensión entre los paisajes exteriores e interiores. Dejo dos párrafos para disfrutar:
«Dichoso aquel que, como Ulises, ha hecho un viaje aventurero; y para viajes aventureros no hay mar como el Mediterráneo, el mar interior que los antiguos encontraban tan inmenso y tan lleno de prodigios. Y, en efecto, era terrible y maravilloso; pues no somos sino nosotros mismos, regidos por la audacia de nuestras mentes y los estremecimientos de nuestros corazones, los artesanos únicos de cuanto portentoso y novelesco hay en el mundo. [...].
El primer impulso de la navegación tomó forma visible en esa dársena sin mareas, desprovista de bajíos ocultos y de corrientes traicioneras, como en atenta consideración a la infancia del arte. Las empinadas costas del Mediterráneo favorecieron a los principiantes en una de las empresas más osadas de la humanidad, y el hechizante mar interior de la aventura clásica ha ido llevando paulatinamente al hombre de cabo en cabo, de bahía en bahía, de isla en isla, abriéndose a la promesa de océanos interminables más allá de las Columnas de Hércules.»
(Joseph Conrad, El espejo del mar)