La cita de Joseph Conrad que inicia El río de la luz reza así: «creí que era una aventura y en realidad era la vida». Javier Reverte hace menciones geográficas, botánicas, paisajísticas y —por supuesto— literarias. Al contemplar la isla cerca del río Stewart, donde recuerda que Jack London pasó un invierno, a finales del siglo XIX, «antes de alcanzar Dawson City, la ciudad que atrajo en aquellos finales del XIX a decenas de miles de personas en busca del oro del río Klondike, uno de los tributarios del gran Yukon.». Los relatos de Jack London son uno de los combustibles de este viaje. El otro es el gran Yukon, que tiene una energía luminosa, diferente a la del Amazonas o a la del Congo. Porque los ríos, según Reverte, poseen un alma propia.
Reverte señala la memoria olfativa de una aventura en donde destaca, por ejemplo, el olor a la madera proveniente de las hogueras con las que se calentaban todas las noches junto al río. Y luego se recrimina el haber tirado esa ropa o haberla lavado. Tal vez, dice, debía de haber guardado alguna para husmearla solitariamente y recordar el «preciso aroma de las noches de lluvia al arrimo de la hoguera. Y con suerte, recuperar en sueños la viva intensidad de los días felices del Yukon.»
Este tipo de viajeros siguen las sendas de otros. En muchos casos colegas escritores, que pudieron crear mundos paralelos a la realidad, pero que realizaron viajes. Como Cervantes, que recorrió parte de la costa mediterránea, visitó ciudades de lo que hoy es Italia, y llegó hasta el monte Parnaso. En el caso de Reverte, el espíritu del autor de Colmillo blanco, se cita también por aquí en un texto de sus memorias, en donde Jack London justifica su nomadismo así:
«Me convertí en vagabundo por la cantidad de vida que había dentro de mí, por la pasión de viajar que palpitaba en mi sangre y que no me dejaba tranquilo. Emprendí camino porque no pude evitarlo, porque no llevaba en los bolsillos de mis vaqueros suficiente dinero para un billete de tren, porque no poseía el mismo carácter que aquellos que trabajan toda su vida en un único empleo de largas jornadas laborales. Y en fin, porque es simplemente más fácil irse que quedarse.»
Esa afición a buscar las rutas de escritores está descrita también de forma detenida, cuando Reverte busca las huellas del escritor británico Lowry Lane, que vivió varias décadas en Vancouver. Pero no hay prácticamente referencias allí sobre Lowry, así que Reverte sigue sus pasos hasta el alejado lugar donde vivió, al norte de la ciudad, cerca al mar, en una cabaña. Allí recuerda algunos de sus poemas, y una vida algo desgraciada.
El libro, además de las ilustraciones, también ofrece siete mapas, lo cual se agradece. El río de la luz integra, como en un abanico estilístico, diálogos, descripciones, datos históricos, reflexiones y anécdotas. Entre las últimas, me gusta aquella que cuenta el origen del céntrico barrio de Gastown en Vancouver. El nombre del distrito pareciera venir de un marino inglés conocido como Gassy, que abrió una taberna que tuvo tanto éxito que alrededor se construyó una ciudad. Entre los diálogos que Reverte detalla, hay uno curioso con un antiguo aviador norteamericano que vivía en Alaska. Le cuenta a Reverte que conocía España y Portugal, y que efectivamente, estuvo destacado en Torrejón de Ardoz en 1972. Y que en esa base norteamericana hubieron bombas atómicas.
Los recorridos del libro atraviesan Canadá desde el Pacífico hasta el Atlántico. En Montreal el autor se embarcará en el capítulo final en un barco mercante que le llevará hasta Liverpool.
Los diálogos salpican las descripciones haciendo de contrapunto en un escrito que mantiene la tensión del movimiento constante. Con una tendencia hacia la descripción de lo ajeno desde un punto específico, que tampoco está concretado, Reverte puede dibujar un monte, una piedra, una calle, o una nación.
«Canadá es la más europea de las naciones americanas; pero no ha entregado a nadie ni una sola pizca de su carácter norteamericano. A los canadienses les encanta que los yanquis los tilden de europeos; pero ante los europeos afirman que son decididamente norteamericanos. Y eso es Quebec, el corazón ambiguo de Canadá: un trozo de la enorme América para los europeos y una pequeña Europa exiliada para los americanos.»