El que ve por la ventana quizás está buscando el panorama. O sólo quiere apoyar la cabeza contra el cristal para dormir. El del pasillo —tal vez— quiere seguir leyendo, ver una película o tener vía libre para estirar las piernas. Hay una especie de viajero que camina en los trenes y los aviones. Paseantes que son paseados. Van y vuelven sobre trayectos realizados en sus mínimos vagones o cabinas aéreas. Los de la ventana necesitan ver el sendero o el cielo, aunque luego sea incómodo salir de esas esquinas de luz. Se puede mirar por la ventanilla incluso a grandes velocidades. Aunque los árboles, las casas o los campos se difuminan en los trenes de alta velocidad y los colores se mezclan escupiendo las imágenes hacia atrás. En los aviones las nubes, los territorios y el horizonte se presentan con la magia de aquella humana novedad que recién ronda los cien años de aviación comercial. Parece ser que Robert Louis Stevenson, que no conoció los viajes aéreos, prefería la ventana de los trenes de la época.
«Aquí pues, según pienso yo, reside el mayor atractivo del viaje en ferrocarril. La velocidad es moderada, y el tren estorba tan poco las estampas presentadas que nuestros corazones se llenan de la placidez y la quietud del campo; entretanto, el cuerpo se impulsa hacia delante en la cadena alada de vagones, y los pensamientos, agitados por el humor del momento, se posan en estaciones nunca frecuentadas.»
Robert Louis Stevenson, Ordered South
En algún lugar entre Punta Arenas y Santiago de Chile, desde la ventana